
Donald Trump
Creo recordar que fue en un libro de Marcelo Gullo donde leí que los aranceles son como los pañales. ¿Se podría afirmar de modo rotundo, axiomático, indiscutible y definitivo que los pañales son buenos o que son malos? Obviamente, no. Y ello porque los pañales no resultan ser ni buenos ni malos por sí mismos.
Los pañales, simplemente, se antojan muy útiles y necesarios en determinados periodos temporales de la existencia de las personas, cuando cuentan con muy corta edad o cuando llegan a estados seniles avanzados, mientras que devienen por completo desaconsejables y contraproducentes en los intervalos que separan esos instantes extremos de la vida. Bien, pues con los aranceles ocurre otro tanto de lo mismo.
Predicar que los elevados impuestos a las importaciones de mercancías constituyen una forma miope y estúpida de lastrar el crecimiento futuro de la propia nación que establezca esos tributos, una doctrina muy repetida estos días, implica desconocer el origen histórico del desarrollo industrial de los Estados Unidos de América, en su día una colonia británica pobre, exclusivamente agrícola y muy atrasada en relación no sólo en relación a la metrópoli sino al conjunto de las restantes naciones de Europa.
Así las cosas, la agresiva política arancelaria impuesta por su primer secretario de Comercio tras la independencia, Alexander Hamilton, una estrategia inflexible de castigo tributario contra las importaciones que fue la verdadera causa de la guerra civil entre el Norte industrial y el Sur agroexportador, es lo que explica que Estados Unidos llegase a convertirse con el tiempo en la primera potencia económica del planeta.
Pero los Estados Unidos del primer tercio del siglo XXI no son una joven nación recién constituida que aspira al desarrollo y la prosperidad por la vía de implementar aquellas añejas políticas nacionalistas de sustitución de importaciones que hiciera célebres la CEPAL en la época Raúl Prébisch, allá por la década de los sesenta.
Los Estados Unidos del primer tercio del siglo XXI no son una joven nación recién constituida que aspira al desarrollo y la prosperidad
Y es que todo lo que tienen de bueno los aranceles en los periodos iniciales del desarrollo económico de un país, suelen tenerlo de malo cuando el proteccionismo se adopta no como una estrategia temporal, sólo destinada a favorecer a una industria en su nacimiento y primera infancia, sino como un velo opaco que ayude a ocultar a la vista su impotencia para competir con el exterior.
De ahí la dificultad intelectual que implica el ejercicio de tratar de entender qué tenía en la cabeza Trump cuando se lanzó a adoptar la estrategia de los aranceles ubicuos como alfa y omega de su segundo mandato. Algo, la aparente inconsistencia lógica - sobre todo a medio y largo plazo- de una praxis tan poco sofisticada como la de apelar al arsenal tarifario en tanto que instrumento estelar de política económica, que dota de cierta verosimilitud incluso a la hipótesis explicativa de alguien como Yanis Varoufakis.
Según él, la obsesión recurrente de Trump con los aranceles obedece a la voluntad de que Estados Unidos logre superar la contradicción entre mantener la hegemonía de sus fuerzas armadas en todo el mundo y, al mismo tiempo, no perjudicar a su propia industria nacional por culpa de los altísimos costes financieros asociados a ese predominio militar global.
Una contradicción originada por la necesidad de mantener el dólar fuerte de modo crónico, sobrevaloración permanente derivada de la necesidad de que el resto de los países desarrollados compren deuda pública norteamericana para así hacer factible el enorme presupuesto anual de Defensa. Algo, esa fortaleza constante de su divisa, que lastra, y también de modo constante, la competitividad internacional de las empresas norteamericanas, toda vez que los productores europeos y chinos pueden aprovechar la debilidad relativa de sus propias monedas para ganar cuotas de mercado frente a ellas.
Y es que, en esa lectura maquiavélica del griego, el objetivo político último de la Casa Blanca no sería otro que chantajear a sus socios comerciales, sobre todo a los europeos, con la exigencia de que fuercen la apreciación frente al dólar de sus monedas o, en caso contrario, se arriesguen a que Estados Unidos deje de ofrecerles protección armada para defender sus fronteras.
El objetivo político último de la Casa Blanca no sería otro que chantajear a sus socios comerciales, sobre todo a los europeos, con la exigencia de que fuercen la apreciación frente al dólar de sus monedas
En cuanto a los aranceles, apenas supondrían una mera maniobra inicial de presión orientada a ese objetivo estratégico. ¿Demasiado fantasioso todo? Quizá, pero quién sabe. En cualquier caso, Trump aseguró en su primer discurso ante el Congreso que el asunto de las barreras comerciales se reducirá a “un poco de perturbación” antes de que los Estados Unidos vuelvan a ser grandes de nuevo. Por lo demás, un poco de perturbación significa que el nivel arancelario promedio de Estados Unidos subirá en breve al 20%, el rango más alto conocido desde 1918, el último año de la Primera Guerra Mundial, hace ya un siglo y pico.
Hablamos de un amplísimo entramado proteccionista que afectará de modo directo en torno al 40% de todos los commodities, bienes de equipo y manufacturas que la economía estadounidense adquiere anualmente fuera de sus fronteras. De todas las vías posibles para lograr que la inflación se dispare en cualquier lugar de modo súbito, cuesta mucho trabajo imaginar que pueda existir otra más eficaz.
En fin, la pequeña perturbación trumpista supondrá izar, y muy a corto plazo, la mayor barrera arancelaria desde los tiempos de la célebre Ley Smoot Hawley, aquella norma que sirviera de espoleta jurídica a la guerra tributaria internacional de todos contra todos durante la Gran Depresión; colapso sistémico que, no se olvide, sólo terminó tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
*** José García Domínguez es economista.