A lo largo de los últimos años, España se ha convertido en un “infierno fiscal” que se ha visto acompañado por la creación de un “infierno regulatorio”.
Ambas situaciones se derivan de la política desplegada por la coalición social-comunista empeñada en desmantelar lo que resta de capitalismo de libre empresa en este país.
Ello no es baladí, sino que tiene efectos letales para el crecimiento de la economía y del PIB per cápita de los ciudadanos en el medio y en el largo plazo. Una ideología colectivista sustentada en malas ideas económicas volcadas en políticas concretas es una vía segura para acabar con la prosperidad.
El fundamento técnico o, para ser precisos, la teoría legitimadora de la regulación se sustenta en la obra del economista inglés Arthur Pigou.
Este afirmó que los “costes privados” de una actividad, es decir, los que recaen sobre los agentes particulares, podrían divergir de sus “costes sociales”, los que recaen sobre el resto de la sociedad.
Los efectos externos son algo omnipresente en la vida social
Esto sucede porque cada individuo toma sus decisiones sobre la base de los costes-beneficios privados que aquellas le reportan, sin tener en cuenta sus consecuencias externas que pueden dañar a terceros.
Ante esta situación, el Gobierno ha de intervenir y regular, para corregir los fallos del mercado y lograr así la eficiencia social.
Ese argumento, llevado a sus últimas consecuencias, puede justificar cualquier intervención pública y desembocar en un control-regulación total de la economía por el Gobierno.
Los efectos externos, las denominadas externalidades, son algo omnipresente en la vida social desde la contemplación no “contratada” de un jardín bien cuidado hasta los ruidos de los juegos infantiles en un parque. El enfoque pigoviano tiene importantes fallas.
En 1960, Ronald Coase mostró que la existencia de externalidades no daba lugar a una mala asignación de recursos si existe libertad de contratación, los derechos de propiedad están bien definidos y ambos se hacen respetar; por otro, hecho ignorado por Pigou, el coste de la regulación no es nulo.
Los costes de la intervención pública, en muchos casos, son y serán superiores a las hipotéticas ganancias de hacer desaparecer la externalidad
Al contrario, los burócratas y los políticos tienen mucha menos información para tomar decisiones eficientes que la suministrada por el sistema de precios.
Esto significa que los costes de la intervención pública, en muchos casos, son y serán superiores a las hipotéticas ganancias de hacer desaparecer la externalidad.
De igual modo, los reguladores no son eunucos económicos al servicio de un supuesto interés general, sino individuos que también persiguen maximizar su propia utilidad, su poder, su prestigio, su renta o votos dentro del marco institucional en el que operan.
Y la consecución de esos objetivos crea poderosos incentivos para extender las regulaciones y el intervencionismo.
En otras palabras, el proceso político-burocrático puede llegar y suele llevar a adoptar medidas que no maximicen el hipotético “bienestar social”, sino el personal de sus promotores.
Las trabas normativas y la burocracia existentes en España son uno de los factores fundamentales que desincentivan la iniciativa empresarial
Desde ese marco analítico, el Instituto Juan de Mariana acaba de publicar un fascinante informe que bajo el título La Curva de Laffer Regulatoria pone de evidencia el impacto del exceso de regulación sobre el crecimiento de la economía española y sobre el bienestar de los individuos.
Muestra el brutal descenso de España en materia regulatoria, en donde la vieja Piel de Toro ha pasado de ocupar el poco brillante puesto número 50 de 63 economías desarrolladas y emergentes a situarse en la antepenúltima posición del ranking.
Eso tiene un impacto muy negativo sobre la economía. Se está en presencia de un “impuesto oculto” cuyo coste se eleva a unos 70.000 millones de euros, equivalentes a 1.470 euros por ciudadano o 4.410 euros por hogar.
Las trabas normativas y la burocracia existentes en España son uno de los factores fundamentales que desincentivan la iniciativa empresarial, la innovación, la productividad, el empleo, la elevación del nivel de vida de los españoles y fomentan la economía sumergida.
Para ilustrar lo dicho es interesante mostrar algunos ejemplos ilustrativos del laberinto burocrático-regulatorio español.
España necesita una agresiva estrategia de oferta destinada a eliminar y revisar la maraña regulatoria que aprisiona la capacidad de que los individuos
El aparato burocrático hace que el desarrollo de nueva vivienda tarde en materializarse entre 10 y 14 años, con un resultado: un déficit en la oferta de unas 423.000 viviendas.
Se aplican hasta 390 normas diferentes sobre horarios comerciales, el tercer país UE con mayores barreras al comercio minorista.
Se han aprobado seis veces más normas medioambientales que, por ejemplo, en Francia, pero se emite más CO₂ por habitante y por unidad de PIB. La llamada Ley Rider introducida por la Sra. Díaz para regular el reparto a domicilio se ha traducido en una caída del empleo del 7% en ese sector, los salarios por hora trabajada un 3% y estas un 2,5%.
Esa casuística podría extenderse mucho más, pero es evidente que las regulaciones o, para ser precisos, el entorno regulatorio vigente en España es destructivo.
La mix de keynesianismo macro con intervencionismo micro es incompatible con una economía capaz de generar riqueza y bienestar para todos.
España necesita una agresiva estrategia de oferta destinada a eliminar y revisar la maraña regulatoria que aprisiona la capacidad de que los individuos y las empresas desplieguen su energía creadora.
Es básico situar las políticas de oferta en el centro de la agenda y ello implica liberalizar los mercados, extender la libertad contractual y garantizar y hacer respetar los derechos de propiedad.
El modelo socioeconómico desarrollado por este Gobierno no es el socialista clásico ni el socialdemócrata, ni mucho menos el comunista.
Se parece mucho más al del falangismo o al del fascismo. Pero eso ya se lo contaré otro día…