Se acaba de publicar en español el libro Capitalismo. Breve historia de una palabra (Alianza Editorial, 2025), del pensador italiano Alberto Mingardi, director del Istituto Bruno Leoni y profesor en la Universidad IULM de Milán. Lejos de ser un panfleto ideológico, es una breve pero incisiva defensa del sistema más denostado del mundo moderno.

Mingardi no lo idealiza: lo examina con espíritu crítico y lo reconstruye desde sus fundamentos. En otras instancias, el profesor Mingardi llega a preguntarse si no abandonar ese término para llamarlo “innovismo”, que describe mejor un sistema basado en la creatividad, el emprendimiento y el orden espontáneo.

¿Vivimos en un sistema capitalista? En origen, este sistema no fue diseñado en ningún despacho ni nació como doctrina política. No fue diseñado, sino descubierto. Emergió, sencillamente, porque funcionaba mejor que cualquier alternativa conocida.

Un sistema que ha elevado los niveles de vida de miles de millones de personas, aunque algunos, desde el sofá, lo odien con entusiasmo.

Su permanencia no se debe a su perfección, sino a su capacidad para adaptarse y ofrecer resultados donde otros sistemas fracasaban. La Revolución Industrial marcó un antes y un después.

Hay algo profundamente humano en el capitalismo: su estructura abierta, su imprevisibilidad, su descentralización

Fue un proceso con desajustes evidentes, pero permitió una mejora sustancial de las condiciones de vida de los más pobres, de la clase media y de los más ricos. No fue un proceso lineal ni automático: hubo tensiones sociales y nuevos desafíos éticos que exigieron instituciones capaces de canalizar conflictos.

El mercado por sí solo no basta, hace falta un marco jurídico y una cultura de la libertad, pero fue el mercado, y no otro sistema, el que abrió la puerta a una movilidad sin precedentes y a una redistribución no coactiva de riqueza.

Hay algo profundamente humano en el capitalismo: su estructura abierta, su imprevisibilidad, su descentralización. No es un bloque de mármol, sino un organismo vivo.

Y dentro de su aparente caos hay principios que se han mantenido con obstinación: el respeto por la propiedad privada, la posibilidad de emprender sin pedir permiso y la circulación del conocimiento y del capital.

No son rasgos accidentales, sino condiciones de posibilidad de un orden que ha sobrevivido porque es más eficiente que sus alternativas.

Llamamos “capitalismo” a cosas que no lo son

Como bien subraya Mingardi en el último capítulo, una de las claves del capitalismo es su relación con el conocimiento. Todos conocemos el concepto de “destrucción creativa” formulado por Joseph Schumpeter: el progreso económico no ocurre por acumulación pasiva, sino por la constante sustitución de lo viejo por lo nuevo.

Las empresas desaparecen, los oficios se transforman, los productos se reinventan. Es un proceso a veces doloroso, pero imprescindible para que el sistema siga generando valor.

Sin embargo, lo que rara vez se menciona, y aquí Mingardi acierta de lleno, es que esa lógica exige y promueve una formación permanente. No solo en la escuela o la universidad, sino en el trabajo cotidiano.

Pasar de camarero a dueño de un bar no requiere un plan quinquenal ni una reforma estructural: es el entorno el que premia la iniciativa y favorece el aprendizaje a escala humana. Esa renovación silenciosa es parte de la riqueza real que genera el mercado.

Llamamos “capitalismo” a cosas que no lo son. Esa es una de las tesis más lúcidas del libro. En el debate público, el término ha terminado por englobar cualquier situación en la que haya dinero, desigualdad o poder, sin distinguir si ese poder proviene del mercado o del Estado.

La expresión “capitalismo de Estado” se ha convertido en un oxímoron

Se acusa al “capitalismo” de crear monopolios, aunque estén protegidos por leyes hechas a medida. Se acusa al “capitalismo” de rescatar a bancos, aunque lo haga el Estado con dinero público. Se acusa al “capitalismo” de favorecer a los grandes, aunque muchas veces lo sean por haber capturado al regulador.

En este contexto, la expresión “capitalismo de Estado” se ha convertido en un oxímoron. Un sistema donde el poder político asigna recursos, restringe la competencia y decide qué innovaciones prosperan no es un capitalismo corregido, sino una forma de planificación encubierta, donde las reglas no emanan del mercado sino del despacho del burócrata o del lobby. No es una economía de mercado, sino una economía de permisos.

El resultado es doblemente perverso: se deteriora el sistema que hizo posible la innovación y, además, se le responsabiliza de los efectos de su adulteración. Es como culpar a los raíles por el descarrilamiento del tren.

Lo que llamamos capitalismo muchas veces no es más que connivencia entre élites políticas y económicas, una reedición del viejo mercantilismo disfrazado de modernidad.
Mientras tanto, vivimos rodeados de los frutos del capitalismo.

Viajamos más que nunca, usamos tecnologías impensables hace veinte años, compramos desde el móvil, nos orientamos con mapas gratuitos, organizamos la vida con herramientas creadas por empresas privadas.

Y, sin embargo, seguimos hablando del capitalismo como si fuera una amenaza latente. Es la gran paradoja contemporánea: nunca habíamos gozado de tanta prosperidad generalizada, y sin embargo el sistema que la ha posibilitado está culturalmente desprestigiado.

En parte, por la distancia entre el funcionamiento real del mercado, con sus límites y fricciones, y la caricatura ideológica que se proyecta sobre él. En parte, también, porque el capitalismo no promete justicia total, ni igualdad de resultados, ni felicidad garantizada.

Lo que promete, cuando se le deja operar, es la posibilidad de mejorar, aprender, adaptarse y salir adelante sin pedir permiso.

Mingardi lo resume bien: el capitalismo, si queremos seguir llamándolo así, no es una ideología ni una utopía, sino una práctica social abierta al error y al cambio. Su fuerza está en esa humildad estructural.

Y su legitimidad, aunque a veces no lo parezca, sigue intacta: en cada pequeño negocio que arranca, en cada idea que encuentra financiación, en cada persona que mejora su vida aprovechando una oportunidad.

Podemos no defenderlo. Podemos incluso seguir pidiendo disculpas al nombrarlo. Pero mientras no encontremos un sistema que produzca libertad, innovación y aprendizaje con semejante eficacia, quizá lo más sensato sea conservarlo. Aunque sea con perdón.