El torero Morante de la Puebla sale por la Puerta Grande por primera vez en su trayectoria, este domingo en Las Ventas de Madrid.

El torero Morante de la Puebla sale por la Puerta Grande por primera vez en su trayectoria, este domingo en Las Ventas de Madrid. Gtres

Columnas LOS PESARES Y LOS DÍAS

Morante de la Puebla no se quiso coronar Papa porque le basta con ser el Rey

Cualquier consideración sobre la figura de Morante ha entrado ya en la provincia de la mitomanía, en la que sólo cuentan las razones del corazón.

Publicada
Actualizada

Cuando a las 19:28 de la tarde del domingo Morante de la Puebla pasaportó de un espadazo fulminante a su primer juampedro, las Ventas se levantó de la piedra al unísono como un resorte, arrebatada por un furor estruendoso.

Desde la rendida ovación tributada de inicio al cabeza de cartel, era palpable que la plaza estaba caliente por un motivo de más peso que el de la asfixiante torridez de la tarde.

El respetable estaba decidido a reequilibrar la balanza de la justicia y a laurear a su ídolo con el trofeo que le negara la semana anterior una Presidencia indecorosa. Un desdoro que había desatado esa interrogación que condensa el carácter ácrata de la filosofía política taurómaca: "¿A quién defiende la autoridad?".

Se mascaba desde el paseíllo la proeza que descerrajaría la Puerta Grande al término del encierro. Poco importaban ya las precisiones técnicas del sector irredentista sobre la defectuosa colocación de la segunda estocada. Porque, como precisó Juan Carlos Buzón, "esto no es ni estadística ni matemática: esto es morantística, una nueva rama de la metafísica".

Y es que cualquier consideración sobre la figura de Morante ha entrado ya en la provincia de la mitomanía, en la que sólo cuentan las razones del corazón. Sólo así cabe explicarse el fragor de olés desgarrados con el que se jaleaba hasta el más funcional macheteo en la "López Ibor del toreo", como la llama mi amigo Luis.

Es esa frontera porosa que separa la insania del éxtasis religioso. En la tertulia posterior, en el think-tank cervecero que recibe el apetecible sobrenombre de El Guarro, Chapu Apaolaza se confiesa aún aturdido por este zurriburri espiritual: "Estoy loco, ¡loco!".

Lo cierto es que desde que alboreó la tarde de la Beneficencia (que no por casualidad coincidía con la fiesta de Pentecostés), todo estaba ungido de un aire sacramental, como de romería profana.

Horas antes de la hazaña en el albero, rebullía la periferia de la Monumental del Espíritu Santo. Se elevaban las primeras plegarias en el tercio del digestivo: "Yo sólo pido que a José Antonio le embista un toro. Sólo pido eso".

Había un humor de esperanzado entusiasmo, de fervor suplicante. Los madrugadores se allegaban a la puerta de cuadrillas a ver el desembarque de su Teseo. La policía montada abrió un corredor entre la muchedumbre, que aguijoneada por la impaciencia comenzó a inquirirse si no habría entrado ya el maestro en capilla.

"Por ahí viene otra furgoneta".

"¿Es él?".

"¿Es Morante? ¡Es Morante!".

Y entonces erupciona un clamor, primicia de los que se vivirían más tarde dentro de la plaza, y un enjambre de móviles se ciernen sobre el diestro.

Si uno no está en primera línea del frente, la única forma de discernir al triunfador in pectore de San Isidro es a través de las cámaras de la feligresía, como en un absurdo streaming retransmitido a medio metro del acontecimiento. De lo contrario, sólo es posible avizorar una montera de color azul marino boyar entre un mar de cogotes.

"¿Cómo que una montera azul? Que no, que tendrá incrustaciones, cómo va a ser azul".

"Que es azul, coño".

Y era azul. Son esa clase de extravagancias que en manos de un marcionita con ansias de notoriedad se antojarían estomagantes, pero que no sólo se le permiten sino que se le celebran a quien, como el matador de La Puebla del Río, ha reinventado con piedad añeja la tradición de la fiesta brava.

Ante esta apoteosis de pasión idolátrica, se entiende que la Iglesia mantuviera en el pasado unas relaciones tan problemáticas con la fiesta de los toros.

Primero, el héroe ofrece como sacrificio su vida a su pueblo.

Una vez reducido el minotauro, el pueblo le corresponde con la adoración, inmolándole toda clase de ofrendas. Y así Morante, en sus despaciosas vueltas al anillo, agarra al vuelo habanos, ramitas de romero, gavillas de espárragos, sombreros, chaquetas y hasta una bandera con la cruz de Borgoña.

Después, se llena el coso de cofrades encamisados, al modo de una invasión de campo de las que se dan cuando un equipo asciende de categoría. Y entre los congregados sacan en procesión al torero, como el Cristo del Gran Poder. Se lo llevan entre vítores por la calle Alcalá, que deja luego un reguero de alpargatas sin dueño.

Y una vez en el hotel Wellington, sale al balcón de su habitación a bendecir a sus entusiastas, cual León XIV en la logia de la basílica de San Pedro entonando el Regina Coeli.

Eso sí, Morante se había cuidado de poner un poco de cordura en esta confusión entre lo sacro y lo mundano. Cuando desde el tendido le tiraron una mitra papal, rehusó amablemente colocársela, pidiendo entre risas un poquito de por favor.

Aún quedan algunos familiarizados con la doctrina de las dos espadas. Y José Antonio se conforma con el reinado terrenal del escalafón del toreo.