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Le desnudaron, ataron y drogaron. Durante diecisiete días, Michael Valentino Teofrasto Carturan, un inversor italiano de 28 años, fue retenido en una lujosa vivienda del SoHo, en Nueva York. Allí, dos hombres que conocía, respetaba –aunque con los que ya había tenido sus más y sus menos– y con quienes había compartido proyectos millonarios en criptomonedas, le convirtieron en su rehén.

Le hicieron inhalar crack, le golpearon, le amenazaron con una motosierra y le colgaron por los tobillos desde el balcón de un quinto piso. Sólo querían una cosa: las claves de sus monederos digitales. Esta es la historia real de un secuestro milimétrico, casi cinematográfico, que sacude los cimientos del universo cripto y revela la cara más salvaje de un sistema sin ley, donde el capital ya no se custodia en bancos, sino en los cerebros de los inversores.

Eran las cinco de la tarde del 6 de mayo. Michael Valentino Teofrasto Carturan aterrizaba en ese momento en Nueva Jersey, tras volar desde Lisboa en un jet privado que acostumbraba a alquilar para viajes largos. Allí, a pie de pista, le esperaba John Woeltz, un inversor estadounidense con el que había trabajado en varios fondos de criptomonedas, acompañado de su socio William Duplessie, un suizo-americano de modales pulidos y sonrisa forzada.

El plan era claro y no tomaría más de 3 o 4 horas: reunirse en Manhattan para formalizar un nuevo proyecto conjunto. Pero nada más cruzar la puerta de la lujosa casa que habían alquilado en el sur de Manhattan –17 habitaciones, 75.000 dólares al mes y cristales polarizados–, Carturan supo que algo no encajaba. No había nadie más. Ni asistentes, ni catering, ni señales de que allí fueran a cerrar ningún trato. Entonces dudó de él, de la persona con la que ya había tenido problemas anteriormente y al que había decidido perdonar.

John Marcus Woeltz –apodado en foros como "el rey cripto de Kentucky"– 37 años, casi dos metros y una voz pausada que suele convencer antes de ser cuestionada. Una de esas personas que nace para los negocios: creció en Lexington, Kentucky, hijo de un dentista y una profesora de inglés, estudió Administración en la Universidad de Louisville.

Desde los 20, su obsesión siempre había sido el dinero rápido, la rentabilidad disruptiva. En 2015 abandonó su trabajo como asesor financiero para dedicarse de lleno a Ethereum, cuando el 95% del mundo aún creía que era el nombre de una banda indie.

En menos de tres años ya vivía entre áticos de lujo y Lamborghinis. Cuando el Bitcoin se disparó en 2020, él ya estaba en el siguiente nivel: fondos híbridos, NFTs tokenizados y planes para "democratizar la riqueza digital". Pero su confianza desbordada escondía otra cosa: un gusto obsesivo por el control. No delegaba. No compartía claves. Empezó a registrar conversaciones. En 2024 perdió dos millones de dólares tras una supuesta traición política que nunca denunció. Desde entonces, se volvió aún más paranoico y ahora lo estaba demostrando.

Carturan le había dado un voto de confianza, pero lo entendió todo cuando vio el arma. Estaba sobre la encimera de la cocina, al lado de una botella de whisky y una libreta con lo que parecían contraseñas. Antes de poder reaccionar, recibió el primer golpe. Cegado por el dolor, cayó al suelo.

Bridas. Cinta americana. Un puñetazo seco en el estómago. Se convirtió, en menos de un minuto, en rehén de dos hombres a los que había considerado socios, aunque nunca amigos. "Danos las claves", fue lo primero que escuchó mientras intentaba recuperar el aliento.

Los días siguientes no fueron una secuencia, fueron un bucle. Luz artificial las 24 horas. Palabras repetidas como un mantra: wallet, passphrase, tokens, acceso. A veces le daban agua. Otras, le obligaban a fumar crack. Decían que era "para abrirle la mente".

Le ofrecían comida sólo si respondía correctamente a sus preguntas. A menudo no esperaban respuesta. Simplemente le golpeaban. Durante horas le mantuvieron sentado en una silla, atado de pies y manos, mientras uno lo grababa con el móvil. En el vídeo, según fuentes judiciales, aparece diciendo con voz apagada: "Accedo voluntariamente a transferir mis fondos". No se le ve el rostro. Pero el miedo, dicen, es reconocible incluso sin él.

En algún momento del tercer o cuarto día, Woeltz perdió los papeles. Encendió una motosierra portátil y la apoyó en su pecho. El metal no llegó a tocar la carne, pero el calor del motor en marcha sí le quemó la piel. Fue una amenaza, pero dejó marca. No era un juego. A partir de ahí, todo empeoró. Las cámaras instaladas en el apartamento –conectadas a un portátil encriptado– registraron las sesiones de tortura.

Descargas eléctricas con cables pelados. Simulacros de ejecución. En una ocasión, incluso le colgaron boca abajo desde el balcón del quinto piso. Desnudo. Con los tobillos envueltos en alambre de espino. Desde la calle, nadie vio nada. Las ventanas estaban cubiertas. La ciudad seguía su ritmo.

Durante días, Duplessie fue la mano invisible. 33 años, suizo-estadounidense, con una vida aparentemente tranquila e inmaculada y una mirada fría como el mármol. Cofundó una firma de inversión con sede en Lugano, Suiza, llamada Pangea Blockchain Fund con su padre y otro familiar en 2019.

Recaudaron alrededor de 19 millones de dólares para invertir en empresas que trabajan en el mundo cripto, pero el sitio web ahora dice que está "liquidando sus posiciones" y él tiene una lista interminable de deudas y demandas de impago.

Conoció a Woeltz en una fiesta de inversores en Miami en 2023. Woeltz era el verbo; Duplessie, el cálculo. Rápidamente consolidaron su alianza en torno a una visión común: el mundo cripto como una selva. Y ellos, como los depredadores con corbata. El uno dirigía, el otro ejecutaba. Uno daba titulares, el otro redactaba los contratos. Juntos eran peligrosos. Porque además de ambiciosos, eran metódicos.

Mientras Woeltz gritaba, él bajaba la persiana. Mientras uno grababa a Carturan, el otro verificaba las wallets. No dejaron casi nada al azar. Le golpearon con una pistola, le aplicaron descargas eléctricas, le orinaron encima y le amenazaron con matar a su familia.

Cada noche era igual. Duplessie dormía unas horas tras consumir crack o pastillas. Woeltz, mientras, salía a comprar suministros. Carturan, drogado, despertaba con la cara contra el suelo o atado a la pata de una mesa. Algunos días le permitían ducharse, solo para grabarle después, amenazándole con un arma mientras sostenía una foto Polaroid. "Una prueba de vida", decían.

Pasaron casi dos semanas así. El italiano, que había sobrevivido a desplomes bursátiles y chantajes empresariales, empezó a pensar que no saldría de allí. Le dolía todo el cuerpo. Tenía los dedos amoratados y el rostro hinchado. Había dejado de intentar recordar cuántos días llevaba encerrado. Sólo sabía que cada vez que alguien abría la puerta, podía ser su última noche.

Y, sin embargo, fue en un descuido donde encontró la salida. La mañana del 23 de mayo, Carturan les dijo a sus presuntos captores que por fin estaba listo para entregar la contraseña de su billetera, que estaba en su portátil. Cuando Woeltz salió a buscar el ordenador y algo de desayuno, él huyó por las escaleras y salió de la casa. El mundo exterior era de nuevo una posibilidad.

Corrió. Sin zapatos. Cruzó Prince Street tambaleándose. A esa hora, el barrio todavía no había despertado del todo. Un agente de tráfico, alertado por la imagen de aquel joven con la cara ensangrentada y los ojos enloquecidos, se acercó a él. "Me han torturado. Me querían matar", dijo en inglés con acento italiano. Fue su salvación.

La policía irrumpió en el apartamento media hora después. Duplessie ya no estaba allí. Había huido minutos antes al ver a Michael correr por la calle y escuchar las sirenas aproximarse. Saltó por una ventana lateral y escapó por un patio interior. Sólo dejó atrás una camisa manchada y su portátil encendido.

La que sí que estaba en la casa era una joven italiana, Beatrice Folchi, 24 años, residente en Nueva York. Estudiante de Filosofía y Comunicación, con experiencia en marketing de lujo y alguna aparición en cine indie. Fue detenida junto a Woeltz el 23 de mayo, el mismo día en que Michael Carturan logró escapar. Se encontraba en el apartamento, según consta en los informes policiales. Pero tras declarar y revisar las pruebas, los fiscales determinaron que no había suficientes elementos como para imputarla formalmente. Fue liberada, aunque su implicación sigue bajo escrutinio. Algunos sugieren que facilitó el encuentro. Otros, que fue utilizada como anzuelo.

A las 9:20, John Woeltz regresó al apartamento –vestido con un albornoz blanco– y fue arrestado al poner un pie en el edificio. Recién llegado de una panadería cercana, con dos bolsas de bagels y un café en la mano. Lo esposaron sin resistencia. Preguntó si podía hacer una llamada. No parecía un secuestrador. Parecía un ejecutivo que despertaba tras una noche complicada.

Dentro de la vivienda hallaron una motosierra, gafas de visión nocturna, municiones, alambre de espino, chalecos antibalas y una libreta con contraseñas. En el baño, sangre. En la nevera, una sola botella de agua. La investigación ha revelado búsquedas explícitas en el ordenador encontrado en la vivienda sobre cómo extraer contraseñas mediante presión física, foros sobre tortura psicológica y un cuaderno en el que figuraban nombres de otros posibles objetivos.

William Duplessie permaneció prófugo durante cuatro días. Pasó el fin de semana escondido en una casa alquilada en los Hamptons, una zona de veraneo de lujo cerca de la ciudad de Nueva York. El martes 27 de mayo, acompañado de su abogado, se entregó voluntariamente en una comisaría de Manhattan. Vestía un polo blanco y no pronunció palabra. Los testigos dicen que estaba relajado, bronceado, como si no hubiese nada fuera de lo normal.

Ahora ambos esperan juicio. Carturan, mientras tanto, permanece bajo atención médica y psicológica. Ha dicho que no recuerda todo lo que ocurrió. O que prefiere no hacerlo. Que lo importante, como en los sistemas de seguridad que tanto estudió, fue encontrar la única puerta de salida. Y cruzarla antes de que la cerraran.

El nuevo orden digital

Durante años, el universo cripto se ha presentado como una vía de emancipación financiera: sin bancos, sin estados, sin rostros. Pero el caso de Michael Carturan ha desnudado esa utopía. En lugar de liberar, ese anonimato ha dado paso a una nueva forma de violencia: no financiera, sino física. Lo que se ha roto en Manhattan no ha sido un protocolo ni una blockchain, sino un cuerpo humano.

Su secuestro revela un ecosistema donde la falta de reglas convierte cada clave en un riesgo vital. La extorsión ya no es solo digital: ahora se tortura con cables, se amenaza con cuchillos, se graban confesiones bajo coacción. El crimen ha dejado los teclados para instalarse en salones de lujo, con socios convertidos en verdugos.

Y no es un caso aislado. En la jerga del sector, estos asaltos ya tienen nombre: "ataques de llave inglesa". Son robos violentos en los que los agresores obligan a la víctima, mediante tortura física, a revelar las claves de sus billeteras. En Francia, el fenómeno se ha disparado.

En enero, el padre de un influencer fue encontrado en el maletero de un coche, cubierto de gasolina. Semanas después, a otro empresario del sector le cortaron un dedo. La descentralización prometía blindar los fondos contra los hackers, pero no contra los alicates ni las palancas. Ni contra las manos humanas.

El impacto dentro del mundo del dinero digital ha sido inmediato. Muchos inversores han empezado a esconderse: borran sus nombres de billeteras públicas, contratan escoltas, trasladan fondos a custodios tradicionales. Incluso se discuten nuevas leyes en EE.UU. que podrían dar un giro paternalista al sector.

En Washington, el caso ha disparado todas las alarmas. Algunos congresistas lo comparan con un "Snowden del crimen descentralizado" y han comenzado a discutir propuestas de ley que incluyen desde la custodia obligatoria de activos hasta el rastreo forzoso de operaciones en exchanges descentralizados.

Pero mientras en los despachos se habla de regulación, en los foros de criptomonedas emergen voces aún más inquietantes: defensores de los captores, usuarios que ven a Woeltz y Duplessie como mártires de un sistema sin reglas. Los llaman "los primeros soldados de la guerra por el control cripto" y comparten memes donde Carturan aparece con subtítulos como "hodl or die", una expresión común en el mundo cripto que hace referencia a la obsesión de no vender monederos digitales aunque cueste la muerte.

Para algunos, lo sucedido no fue un crimen, sino una consecuencia inevitable. Por debajo de todo late una verdad más incómoda: esta violencia no es un fallo del sistema, sino su consecuencia natural. Cuando la riqueza depende de una secuencia de palabras almacenadas en la mente, proteger esa mente se convierte en el último bastión de seguridad.

Michael Carturan, de momento, guarda silencio. No ha perdido sus activos, pero sí algo más difícil de recuperar: la confianza en su mundo. Su cuerpo aún sana. Su cabeza, quizá no. Porque en esta nueva economía, donde la riqueza se lleva en la memoria, la pregunta no es si puedes proteger tu dinero, sino si puedes sobrevivir a tenerlo.